EN LA CABINA

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No sé la razón que me hizo entrar en la cabina, pero sí recuerdo la necesidad de hacer la llamada. A pesar de vivir en un siglo de nuevas telecomunicaciones, apps y móviles, tenía que pasar hacia dentro. Quizá solo era la necesidad de estar solo, respirar mi espacio, perder el contacto por un momento y huir.

Parece que cada día hay menos, pero las cabinas están ahí, donde han estado toda la vida, islas en alguna calle de cada ciudad.

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La última vez que entré lo sentí desde el principio: una sensación de angustia por la imposibilidad de salir; sus puertas de apertura abatible pertenecen a la armadura metálica, cercando el espacio en 85 cm de largo. No es difícil entender cómo el atrayente aislamiento de la vorágine pasa a ser el alcatraz proporcionado en un instante.

Y así lo vives vengas de donde vengas. Un terror a moverse, no poder hacer nada que te corre por el cuerpo como la sangre. Ese día no llovía, estaba despejado y transitaba una multitud ingente a mi alrededor. La vergüenza de sentirme débil no permitió ni cruzar mirada con ellos. Esos caminantes fuertes muestran gallardía y vitalidad; caminan, corren, hablan sin asíntota limitante.

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La fatiga me inutilizaba. Si pudiera descender al suelo, a esos 85 cm de largo y ancho descansaría esta tristeza profunda que no desaparece aquí dentro. Pero me es imposible mantener los ejes de abscisas y ordenadas en el sistema referencial. El aire nunca corre por que la cabina es hermética e impenetrable por más seres que uno mismo. Así lo vives tú solo, sin comunicación ni covalencia incómoda.

 Las ventanas aun siguen opacas debido a las pintadas y actos vandálicos, aunque lo prefiero así, opaco y confuso. Evito interacción cualquiera posible porque no tengo ganas de nadie, quiero tranquilidad aquí dentro.

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Desconozco que fue lo que lo provocó, pero sabía que todo estaba mal e iba a peor. El suelo comenzó  a cubrirse con agua negra viscosa del exterior. 7225 cm2 al que restarle la superficie que ocupan mis pies.

A pesar de alcanzarme ya los tobillos, seguía sin poder moverme.  ¿qué me pasa?, ¿soy imbécil?. ¿no puedo marcar y alarmar a alguien?. Un intenso dolor me recorre de pies a cabeza que aploma mis brazos magnéticamente hacia el agua negra. Me pregunto cómo llegué hasta este punto, pero no hay respuesta. Soy incapaz de actuar y mi cerebro responde por mí, dirige por mí.

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El agua negra bituminosa no tiene olor pero embriaga. Serpentea fría por mi cuerpo en ascensión sin resistencia, reconociendo mi frustración. No hay constructo de escape ni decisión inercial y esta amenaza sigue fluyendo infinita hacia mi boca. Poca salida tengo después de esto.

El fluido viscoso disfruta de zonas no cercanas a superficies sólidas, donde pierde su capacidad frente a fuerzas de inercia o de presión. Simplifica considerablemente la ecuación o el éxito de mi huida.

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Para cesar la contención mecánica sé que lo tengo que hacer. Las extremidades trepidan vigorosamente gobernadas por pulsos internos. No soy yo, tan desmañado como para conseguirlo solo.  Ellas actúan autónomas más rápidas que mi vista con el rumbo fijado al Norte.

La barbilla ya flota sobre el agua tenebrosa, poco queda que hacer a estas alturas. Mis cuencas oculares rotan para observar como me abraza y allí, en su capa externa lustrosa, pude verla a ella. Estaba aquí conmigo para buscarme, para ayudarme o para condenarme. ¡qué más daba ya! Era ella. Por fin la paz que esperaba.

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La ambivalencia es presidente de mi frustración, maneja mis partes autónomas sin mi consentimiento. Falanges temblorosas revolotearon en vertical hacia el teclado, salvando la tensión superficial del líquido liberador.

-Sí, soy yo.  Hablemos.

Dia Mundial de la Salud. Hablemos de la depresión.

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